martes, 26 de noviembre de 2013

Una lección pésimamente aprendida



Durante mucho tiempo compré la idea de que ser fuerte era equivalente a mostrarse invulnerable. Y que ser vulnerado (por ofensas, por acción, por omisión e, incluso, por amor) era un desembarco directo al mar de las desgracias. Para sobrevivir en el mundo de los débiles que dudan, que lloran, que pierden la cabeza, que sufren a la vista de todos, había que armarse de gruesas capas de insensibilidad y autocontrol. Una lección pésimamente aprendida que la vida no tardaría en desbaratar de mi mente y, sobretodo, de mi cuerpo y de mi corazón. Porque las ideas erróneas chocan, tarde o temprano, con la fragilidad sabia en la que transcurre la vida. Y si uno se empecina en seguir en puntas de pie dentro de esa torre de estoicismo sostenido, bastará un mínimo soplido o una flecha lanzada desde una mano certera para que ese mamotreto artificial que uno tardó tantos años en construir sea derribado en un instante.
Da miedo sentir. Es mejor protegerse del caos en el que circulan las emociones con razonamientos, especulaciones, excusas, defensas... Y más miedo da apasionarse, lanzarse de lleno, aventurarse... uno puede caer al vacío, como Alicia, y no encontrar nunca el camino de regreso. Pero, ¿el regreso adonde? ¿Al lugar inerte en el que uno mantiene las perillas de la consola del vivir en un justo y discreto medio? ¿A la zona conocida del confort que ya no es tan confortable? ¿A las viejas trincheras de las formas y los pareceres, donde circulan los rebaños y pastan, no los mansos, sino los sumisos?
Quien se atreve a desnudarse emocionalmente frente a otros toma riesgos y se expone a ser herido. Quien convida a otros del vino de su verdad y del pan de su historia invita a un festín que tal vez no todos valoren.  Ese es el precio de salir del capullo oscuro y estrecho de la seguridad, donde, es verdad, las balas no llegan. Pero tampoco la música. Ni la danza. Ni el éxtasis. Y uno se queda sin el premio que sobreviene naturalmente a quien emerge del escondite con coraje: un inmenso par de alas.

Victoria Branca

lunes, 4 de noviembre de 2013

El enojo tiene mala prensa


El enojo tiene mala prensa. No está bien alterarse, mucho menos enojarse. Y, si por alguna extraña razón, un enojo nos alcanza y nos habita por un rato, hay que despacharlo pronto y que se note lo menos posible que anduvo visitándonos. Es que enojarse, además de promover arrugas indeseadas, rictus tensos y ojos saltones, no es aconsejable para la salud. Pero, ¿para la salud de quién?
El enojo es una emoción. Al igual que la tristeza. Al igual que la alegría. Enojarse es parte del abanico de emociones que pueblan el corazón humano. Querer ubicarla en una categoría inferior o pretender que sea un asunto de inmaduros, polvoritas y calentones, no hace más que ir llenando ese caldero psíquico infernal donde se cuecen a fuego lento y sostenido las emociones rechazadas.
Sonreírle a quien nos ataca no es una respuesta adecuada. Callarse ante un agravio o falta de respeto, tampoco. Tolerar excesivas demandas, acatar sumisamente los designios de otros, soportar en silencio el maltrato y el abuso... estos excesos deben necesariamente movilizarnos por dentro, aunque no nos demos cuenta. Cuando algo nos frustra, la reacción natural y sana de nuestro organismo es segregar adrenalina y noradrenalina y empujarnos a un estado de alerta y reacción. Pero cuando nos autoadiestramos para no registrar este circuito saludable en nosotros y nos imponemos una sobreadaptación forzada, nos convertimos en nuestro propio agente extraño circulando a contramano por nuestro cuerpo y alterando el tránsito correcto y eficaz de nuestras emociones. Entonces ya no sabemos si estamos tristes o cansados. Si nos cayó mal la comida o ese comentario hiriente. Si nos desanima la política exterior o el desgobierno interior. Y perdemos la capacidad natural, instintitiva y sana de establecer límites y barreras externas para sostener y preservar el espacio propio e interno.
Enojarse sanamente es un arte. Darnos permiso para liberar la descarga que nos provocó algo o alguien y hacerlo sin daños colaterales es algo digno de aprender. No siempre enojarse con los demás es muestra de que algo no está bien. Un desacuerdo con otro puede abrirle la puerta a un acuerdo fundamental con uno mismo.

Victoria Branca
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